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martes, 29 de junio de 2010

MARIA ORETO MARTINEZ SANCHIS, España





Promesa Cumplida


-Teresa, he trabajado con mi cuchillo esta madera para que veas las cosas tan bonitas que sé hacer y para que me recuerdes cada vez que la uses para tejer.

Fue entonces cuando la joven se percató de que la madera era en realidad un palo largo, fino y redondo con un mango bellamente tallado. Comprendió que José lo había hecho en la montaña, durante sus largos días de soledad con el ganado. Estuvo a punto de rechazarlo, su instinto de libertad así se lo pedía, ya que era consciente de que, si lo aceptaba, adquiría una especie de compromiso con el pastor; sin embargo, lo aceptó.

-Gracias, José. Pensaré en tí cada vez que teja. Es muy bonito. Gracias...

Y así, poco a poco, el pastor se introdujo en el corazón indómito de Teresa hasta dejarlo manso como un cordero. Ella no deseaba analizar sus sentimientos pero, al tocar por primera vez la aguja de madera, se diría que había descubierto a José y, con él, el deseo de amar.

Y sí, cuando José volvió semanas más tarde, se encontró a una Teresa cambiada. Esta vez la visitó en casa, con la excusa de tener que hablar con uno de sus hermanos. Realmente conversó con la joven. Ambos descubrieron que les gustaban las mismas cosas: contemplar la puesta de sol, correr por el monte, los niños. Pero !ay! Teresa no deseaba tener hijos, temía sufrir, convertirse en una mujer triste y amargada como lo era su pobre madre. Ella, por nada del mundo, quería perder a sus hijos.

Cuando José marchó de la casa iba contento porque pensaba que no le era indiferente a Teresa pero, al mismo tiempo, sentía el temor de no poder convertirla en su esposa por el miedo a ser madre que se había apoderado de ella.

Pasaron tres semanas más y José bajó de la montaña para visitar a Teresa. Esta se había arreglado el cabello y estaba deseosa de ver al único hombre que no le producía risa, sólo le proporcionaba una inmensa alegría acompañada de placidez, eso que sentimos cuando tenemos la absoluta seguridad de que somos correspondidos en nuestros deseos.

Aquel día José le llevó un ramo de margaritas y, entre bromas y risas, le pidió que fuera su esposa. No su novia, él no podía tener prometida ya que la mujer que lo amara había de seguirlo a la montaña.

El rostro luminoso de Teresa se ensombreció cual eclipse lunar y le contestó que no podía casarse con él ya que no deseaba tener hijos; no quería, de ninguna manera, tener que asistir al entierro de un hijo suyo.

Entonces José le respondió que le juraba, por su vida, que nunca tendría que asistir a dicho entierro.

Teresa confiaba totalmente en José y le creyó. Antepuso su amor, su anhelo, a su miedo y aceptó casarse con él.

José pidió la mano de Teresa a sus padres y decidieron que el enlace se celebraría dos meses después en la iglesia del pueblo.


Nunca hubo en el pueblo novia tan bella ni tan feliz. Sus ojos y su rostro resplandecían de gozo mientras entregaba todo su amor a José en la ceremonia. !Nunca pensó que llegaría a desear tanto la presencia y las caricias de un hombre, el que ya era suyo!

Acabada la boda, decidieron subir en carro hasta la casita que José tenía en la montaña. Ya era noche cerrada. Él guiaba el animal mientras con la otra mano acariciaba la espalda de su esposa, que iba sentada a su lado !Qué dulces y tiernos los besos! !Cuánto amor y cuantas ganas de llegar arriba para consumarlo!

!Debimos haber parado! -Sollozó la moribunda.

!Cuantas veces se había repetido la frase Teresa! Se besaban, se tocaban..., José no miraba ya al animal, no pensaba en él, como si tuviera capacidad de discernir y pudiera llevarlos a puerto seguro sin la hábil mano que lo guiaba.

De repente el carro tropezó, volcó y José se precipitó, volando por encima del animal, por un barranco cercano. Teresa se quedó medio recostada en el carro y sin marido.


Ana recordaba la historia que tantas veces le había contado su madre. Sabía que ella no había sido fruto del amor ya que Teresa sólo había amado a José, el hombre que cumplió su promesa.


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